Cada año tiene dos pendientes. La de enero que es hacia arriba y la del final del año, que parece ser hacia abajo. Desde muchos ámbitos nos llega la sensación de que algo se está acabando y parece que las cosas no acaban arriba, sino que acaban abajo. Así terminan los vuelos, con el aterrizaje. Así terminan los ríos. No terminan arriba. Terminan acogidos por el regazo del mar allá muy lejos, -diría un meseteño-. Así, el año aterriza, desagua, a una velocidad mayor que la velocidad percibida de sus comienzos.
Nuestro clima orquesta el final. Con setiembres y octubres tan lluviosos nos cuesta percibir el equinoccio de otoño el cual en el hemisferio norte en el cual nos encontramos, ocurre alrededor del 21 de setiembre. La sombra matutina se traslada de acera en las calles que van de Este a Oeste. Quienes evitamos los rayos ultravioletas agradecemos la acera Sur. En noviembre ya no queda duda de que algo ha cambiado. Rompen los Nortes, se caen las hojas y el viento se va atreviendo a juguetear con ellas. Atardece más temprano. Con celajes diferentes porque el sol ya no se oculta detrás de las mismas montañas.
Pero hay más señales de que se acerca el final de algo. De niño me sobrecogían los evangelios del final del tiempo litúrgico ordinario con su contenido apocalíptico anunciando fenómenos espantosos, lo cual le daba al cambio de año un saludable sabor de postrimerías. Sin conciencia de nuestras postrimerías, a nuestra vida le falta realismo.
Las festividades de estos meses son premonitorias. El día de difuntos nos hace sentirnos en noviembre. Recuerdo que cuando la población del país no llegaba al millón, el extinto periódico La Prensa Libre, publicaba una edición con fotografías de los muertos del año. Esa edición circulaba por la noche en la víspera del día de difuntos. Era ominosa la voz de los pregoneros quienes a la hora en que sin televisión y con costumbres todavía rurales, muchas familias ya se habían recogido: ¡La Preeeensa Libre, con los mueeeertos del aaaaño!
Otra festividad que también anuncia el final del año es el día de acción de gracias, conmemorado en el Norte y por algunos también aquí en el centro, con el sentido original que tiene allá de recogida la cosecha demos gracias, y templemos el ánimo en preparación al crudo invierno. Con tantos dones para agradecer y tantos beneficios derivados según nos dicen del acto de agradecer, es una fiesta digna de ser incorporada a nuestras costumbres.
El fin del año lectivo, con su baja en el ritmo porque la maestra, normalista, responsable, ya había cumplido el programa y todo indicaba que pasaríamos de grado, de manera que lo que quedaba por esperar era la fiesta de la alegría y luego la desestructuración del tiempo el cual llenaríamos de mejengas y de ocurrencias. De estos finales escolares, el que nunca se olvida es el de los exámenes de bachillerato. Sin profesores cerca, sin el apoyo del grupo de compañeros, sin teléfonos para compartir los temores, prepararse para el bachillerato era no solo prepararse para unos exámenes sino lidiar en soledad, con el sacrificio y con la incertidumbre que pronto iban a condimentar nuestra realidad de adultos. ¡Pobres chicos, cómo es que ahora terminan el colegio sin haber tenido esa experiencia juvenil de ansiedad, de coraje, de fortaleza!
El fin del año lectivo también nos puso ante las primeras pérdidas sensibles. Dejar la escuela. Dejar el colegio. Aunque la naturaleza, tan sabia, nos las edulcoró. Dejamos la escuela con la ilusión de que ya éramos grandes. En ese tiempo la infancia era como una humanidad de segunda, la cual había prisa por dejar. Y dejar el colegio implicaba la temprana adultez. Para muchos el inicio de la vida laboral.
Antes de que nos hiciéramos conscientes del peligro, diciembre era un mes de pólvora. La excusa eran los preparativos de la víspera del día de la Concepción de María, el 8 de diciembre. Algunos comercios se llenaban de bombas de mecate, torpedos, carpetas, triquitraques, perseguidores, soles y luces de bengala, no importados de China, sino fabricados por nuestros polvoristas de pueblo. Y hasta bombas hechizas de clorato de potasio y azufre.
Siempre diciembre fue un mes de compras. Se estrenaba en el fin de año. Los zapatos que durante el año escolar habían aguantado las caminatas bajo la lluvia, no daban para catrinearse en el fin de año. El pago del aguinaldo se generalizó en 1958 y desde entonces se ha convertido en un golpe de circulante, el cual aumenta la capacidad de compra y se nota a partir del primer día de diciembre. El estado, siempre tan metiche, se ha alertado y ha creado aliviaderos como el marchamo y otros impuestos que nos rescatan a nuestro pesar de esa euforia temporal.
El pago del aguinaldo inaugura también un ánimo alegre y una congestión de las agendas que hace común que algunas personas lleguen a una reunión festiva y digan solo me puedo quedar un rato porque tengo también que ir a la fiesta de fulanito. Se ve aumentada la circulación de personas en las áreas comerciales y aumenta también la velocidad con la cual nos movemos en vehículos o a pie. A esa velocidad se la denomina las carreras de diciembre y desde hace varias generaciones tenían relación con las compras de Navidad, las reuniones privadas y los preparativos de los festejos de fin de año, con la particularidad de que aun quienes no hacemos tamales ni compramos regalos, sentimos en el aire ese ambiente de apresuramiento. Es el año que aterriza.
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