Los planes son para ejecutarlos. Un plan es un producto en proceso. La cosa no llega hasta ahí. No queremos el plan. Lo que queremos son los resultados.
¿Qué es un buen plan? En primer lugar, tiene que estar anclado en la realidad. Los hermanos Wright sabían que un cuerpo más pesado que el aire no se puede elevar. Si no hubieran tenido claro ese dato de la realidad, nunca hubieran dado con la solución. Los planes no se pueden saltar los datos empíricos, aquellos que se pueden verificar con experiencias o con experimentos. Este afán por los hechos verificables es lo que hace exitosa a la ciencia.
A un plan que no es realista le podemos llamar ilusorio, fantasioso, mágico. Ese es el territorio de la ciencia ficción y de la poesía. Ambas actividades pueden inspirar y ser estaciones intermedias hacia la formulación de una teoría o de un plan realista. Pero un buen plan no puede ser ni poesía ni ciencia ficción.
La realidad no está constituida por un conjunto de relaciones lineales sino por una red de interrelaciones. Si golpeamos una campana, tañerá, pero si nuestra intención es convocar a estudiantes o monjes para una actividad, su tañido no necesariamente los atraerá. Podrían estar muy entretenidos en otra cosa o podrían estar en rebeldía con el maestro o con el prior y no concurrir a lo que se les está llamando. Si ignoramos que la realidad funciona así, como un sistema complejo, nuestros planes serán simplistas y no darán resultados.
El equipo de futbol que invierte en fichar unos cuantos muy buenos jugadores, no necesariamente va a ganar el campeonato. Para aumentar la probabilidad de ganarlo debe revisar los supuestos que lo llevan a esperar que estos buenos jugadores aumenten el rendimiento del equipo. ¿Qué hay que suponer para que tal cosa ocurra? Veamos tres supuestos: el primero sería, que esos buenos jugadores van a ser tan buenos en este equipo como lo fueron en sus equipos de procedencia. El segundo es que los jugadores tradicionales del equipo van a conservar su rendimiento ante la llegada de los nuevos. ¿Qué pasa si deciden sabotearlos? ¿Qué si se sienten minusvalorados? Estas y otras reacciones son las que constituyen problemas de camerino. Y el tercero es que los otros equipos contendientes o no harán cambios o los cambios que harán no serán suficientes como para neutralizar la mejora del equipo que se ha remozado. Sin esas condiciones, el plan fallará. Por eso hay que saber con claridad qué es lo que estamos suponiendo. Y por eso hay que tener mucho cuidado con los supuestos que, de no cumplirse, podrían traerse abajo los resultados esperados.
En los resultados de los planes, interviene el azar. Estamos en octubre. Probablemente mañana lloverá. Pero podría no llover. Eso es el azar. Si planeamos una fiesta al aire libre y no llueve, qué bien. Pero si llueve, la fiesta se estropeó. Para eso es que se formulan planes B. Por si llueve. Lanzarse a la ejecución de planes sin planes contingentes es jugar lotería porque en ella no podemos influir en los resultados. Como existe el azar, los planes tienen que incluir la gestión del riesgo de que ocurra lo que puede echar por tierra el plan. Existen las chiripas, ese azar afortunado. Y lo que antes llamaban “tuerce” que es el azar desafortunado.
Y finalmente, los planes son como las cartas de amor. No se puede contratar a alguien que te escriba una carta de amor. Hay que sentirla, hay que conocer las circunstancias de quien la recibirá y quien la escribe ha de estar dispuesto a respaldarla con energía y afectividad para animar el incendio si es que la carta enciende una chispa. Ese, es el gran problema de los planes que unos diseñan para que otro los ejecute. Esa es la importancia de que quienes ejecutarán estén comprometidos con el plan. Eso solo ocurre cuando el plan refleja auténticamente los gustos y valores de quienes los ejecutarán, porque la ejecución no es un acto cognitivo solamente, es un acto vital. Para ejecutar con éxito hay que ejecutar con todo el ser.
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