La escuela de mi barrio un día, en los últimos años cuarenta, quiso participar en una colecta nacional que se estaba haciendo con el fin de construir un busto a Clorito Picado. Recuerdo haber dado un cinco que era la moneda de menor valor en ese momento. No la escogí a fin de dar poco. Era lo que tenía. No recuerdo cuánto nos hablarían las maestras, todas ellas normalistas y por tanto con mucha formación humanística, con mucho afán de servicio, con mucha vocación. No recuerdo si hablaban de la obra, de las dificultades, de la dedicación de don Clorito. Lo que recuerdo es el poder de muchos cincos, cada vez que transito por las inmediaciones de la Escuela de Microbiología de la UCR. Ahí está el busto. Ensimismado, adusto, permanente como recuerdo del compromiso, la dedicación, el esfuerzo, el trabajo bien realizado. Y como recuerdo de que muchos cincos, pueden ser poderosos.
En noviembre habrá una cumbre sobre cambio climático, y muy oportunamente, apareció hace una semana un informe de una comisión de la ONU sobre el tema. Ese informe nos hace cambiar el ritmo cardiaco con sus predicciones, creíbles porque provienen de cientos de científicos. Te miras en el espejo y dices, para entonces, no estaré aquí. Miras alrededor, ves a tu hijos y dices, para entonces, ellos serán adultos mayores. Miras con más detenimiento y ves a tus nietas y dices, estas sí estarán entonces en edades de plenitud, solo que ensombrecida por toda la adversidad que les habremos heredado. Me pregunto si es posible hacer algo. Lo peor es encogernos de hombros y decir que esto no lo podemos resolver. Que esto solo lo pueden resolver los poderosos de la tierra.
Rememoro las enseñanzas recibidas y me encuentro por ahí los temas apocalípticos que tanto me asustaron. Los días cuando se bambolearían las virtudes de los cielos y se vería introducida en el lugar santo la abominación. Ese desastre cósmico tan inevitable que haría que desapareciera la tierra como la conocemos. Pienso si en nota simbólica todos esos avisos de los sabios y profetas judíos no estarían apuntando hacia lo que le ha ocurrido varias veces a la humanidad.
Innovamos para entrar en la era industrial con beneficios para unos y otros. Se inauguró entonces la aspiración de crecimiento económico. Hoy sabemos que no tuvimos conciencia, o instrumentos para medir el costo social que la industrialización produjo en cuanto a deterioro del ambiente. Era, en frase de un antiguo texto de economía, como ir cabalgando sobre un tigre. Mucho más rápido que ir a caballo.
Con los combustibles fósiles ocurrió algo semejante. Primero fue la aplicación del motor de combustión interna al automóvil en 1885 por Karl Benz. Luego en 1913 Ford revolucionó la producción de automóviles mediante la cinta transportadora al servicio de la cadena de montaje. El automóvil se popularizó. Aparecieron los desarrollos urbanos lejos de los centros de población. Fue posible viajar grandes distancias hacia los lugares de trabajo. El automóvil dejó de ser solo un medio de transporte y se transformó en un símbolo de status. O en un símbolo de poder, que no otra cosa fueron los automóviles diseñados con motores de alta potencia operados con combustibles derivados del petróleo que en ese tiempo era, por volumen, más barato que una gaseosa popular. De nuevo, no fuimos conscientes del daño ambiental ni de la finitud de los recursos. La primera campanada sobre el agotamiento de recursos fue el informe denominado Los límites del crecimiento, en 1972, elaborado por MIT por encargo del Club de Roma. Pero entre la campanada y la acción pasó mucho tiempo. En 1988, el año más caluroso hasta entonces, se comenzó a hablar del efecto invernadero. En 1995 un grupo internacional de científicos, por primera vez, establece la influencia humana indiscutible en el efecto invernadero. Y en ese año tiene lugar en Berlín una convención de Naciones Unidas sobre el tema.
El ser humano, en busca de su bienestar, a veces por ignorancia y a veces por confort, es un depredador. Mira los males futuros que puede causar y los descuenta a una alta tasa. Los compara con el disfrute presente y decide que siga la fiesta.
La guerra de Vietnam terminó cuando el pueblo estadounidense se fue haciendo consciente del costo humano, de la injusticia, de la imposibilidad de la victoria, del despropósito político. A eso siguieron las manifestaciones callejeras de activistas. Eso ocurrió porque la población civil podría ver en la televisión los encuentros bélicos, las violaciones a los derechos humanos, la desmoralización de los soldados, el napalm, el regreso a casa de tantos féretros envueltos en la bandera. Todo eso movilizó la protesta y detuvo la guerra. ¿Sería posible, ante la crisis climática, encontrar formas de hacer un coro mundial de voces que hagan despertar a quienes aun duermen y que obliguen a quienes por interés o ignorancia se oponen a las soluciones?
Hagamos como los chiquillos de mi escuela. Volvamos a dar un cinco cada uno, en atención, en búsqueda de información, en diálogo preocupado. Enterémonos. Comentemos. Compartamos. Démonos cuenta de que esto es con nosotros. Manifestémonos. Tenemos tiempo de aquí a noviembre. Apoyemos a quienes lideran esfuerzos en la dirección correcta. No veo en el horizonte ni un Churchill ni un Roosevelt sacando la cara por el mundo. Posiblemente estamos en tiempos de otros tipos de liderazgo. O tal vez, empoderados por los nuevos medios a nuestra disposición, esta crisis sea la hora de Fuenteovejuna. La hora de accionar, todos a una.
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