Libertad y empatía

A Rodrigo Gámez, un gran hacedor de bien común, le escuché por primera vez eso de que no se puede amar lo que no se conoce. Por eso interesa hablar del bien común. De unas condiciones que no obstaculicen o hagan posible el desarrollo personal y el bienestar del mayor número. El bien común no es el bien de todos. Es el bien de grandes mayorías. Un parque, es un bien común, lo mismo que un buen servicio de transporte público. O que la cortesía que intercambiamos con aquellos a quienes encontramos por la calle. Pero la definición de bien común no es lo importante. Lo importante es que lo reconozcamos cuando lo veamos.

¿Qué es el bien común? ¿Cae del cielo?  ¿Se va instalando con el paso del tiempo?  Tal vez sí. Hay en marcha una tendencia civilizatoria. La humanidad no volvería a tolerar ni la Inquisición ni el Holocausto.  Pero ¿Estamos dispuestos a ir al ritmo de los siglos o querríamos acelerar la transformación? ¿Tenemos formas, grandes o pequeñas de influir?

El bien común se construye. El trabajo colaborativo, trabajar con otros en algo que beneficie a muchos, es construir bien común. Se obtiene la obra y se crea un tejido –capital social- que consiste en un conjunto de vínculos, afectivos, sociales, técnicos.  Lo mismo que el consumo colaborativo. Con una sola caja de herramientas, todas las casas de la cuadra podrían atender sus necesidades. No solo se evita el perjuicio ambiental de producir cincuenta cajas de herramientas, sino que exploramos las consecuencias de dar y pedir prestado, una de ellas la creación de vínculos interpersonales de variadas naturalezas y dimensiones.

Construye bien común, el respeto a quienes no quieren participar en su construcción. Así, y provisionalmente, descubrimos que los fundamentos del bien común son la libertad y la empatía. Que el empeño no sea acuñar una ideología de la cual convencer a todos.  Sino un esfuerzo por promover la apertura de cada uno hacia lo otro, a la medida de sus circunstancias.