La tradición judeo-cristiana tiene en alta consideración al prójimo a través de la compasión. Hoy se sabe que los actos compasivos activan núcleos cerebrales que producen satisfacción, a tal punto que algunos autores señalan que se trata de una condición adaptativa que nos ha ayudado a ser una especie tan exitosa. En la tradición judía, Dios es el compasivo y es invocado como Padre de la Compasión y en el hebreo bíblico hay una conexión etimológica entre la palabra madre y las palabras perdón y misericordia.
En el evangelio, Jesús habla de la obligación de atender las carencias de los necesitados y sintetiza diciendo que cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque esta es la Ley y los Profetas. Y el Rabino Hillel dice: Escucha bien, lo que tu odias que te hagan, no se lo hagas a las demás personas, esa es toda la Torá …
En un mundo tan interconectado, la solidaridad no consiste solamente en atender necesidades del prójimo sino en contribuir a una convivencia más propicia. El bien común podría visualizarse como esas circunstancias que hacen más probable la vida buena y feliz para el mayor número.
El costo de dar, gracias a las tecnologías actuales, se ha reducido a un clic en el teléfono. La búsqueda de necesidades y el control de los fondos donados, en muchos casos, está encomendado a grupos y entidades altamente confiables. Eso debería aumentar los aportes individuales. Y abrirle camino a aportes de otra naturaleza, porque recordemos, que en la tradición cristiana no solo se prescriben buenas obras corporales –las que atañen al hambre, a la sed, al vestido- sino también las buenas obras espirituales: enseñar, dar buen consejo, consolar, corregir, perdonar, y sobrellevar con paciencia los defectos de otros.
En medio de todo el barullo social y comercial, conviene recordar el origen de nuestra ética, desde antes del Establo de Belén y de ahí hacia acá. Y explorar las posibilidades que esa ética ofrece para un futuro incierto, complejo pero sin duda promisorio.