Durante mucho tiempo estuvimos sujetos a una autoridad de la cual dependía nuestra supervivencia. Porque no nacimos como los mangos colgados a un pedúnculo, sino que nacimos de unos padres a los cuales estuvimos sujetos. En alguna parte, si lo buscamos con cuidado, tenemos el tomacorriente en el cual se enchufaba esa corriente de autoridad paterna. En ese tomacorriente se enchufan de vez en cuando, jefes, conductores políticos, maestros, clérigos y mucha de la moral que rige nuestras vidas, ha entrado por ahí.
Nuestro comportamiento podría ser autónomo. La norma que nos guía y el tribunal al cual dar cuentas, podríamos ser nosotros mismos. Pagar impuestos por solidaridad, no por temor al fisco. Respetar las normas de tránsito no por temor a la multa. Estudiar para aprender, no porque haya examen. Entregar en el trabajo tiempo y energía aunque el jefe no esté mirando y aunque no existan bonos por desempeño. Decir la verdad siempre y no por el temor a que nos agarren en la mentira. Llegar puntuales por respeto al tiempo de los demás y no por evitar el reclamo o la sanción. Ser gentil con el otro por respeto a su dignidad personal y no solo por ganar amigos. Pero muchas veces la guía y el tribunal, vienen de fuera. Entonces nuestro comportamiento no es autónomo sino heterónomo.
Si amáramos al prójimo o si nos comportáramos de manera que nuestro comportamiento pudiera ser adoptado como norma universal, saldría sobrando el código penal.
Autonomía es darnos nuestras propias normas. Heteronomía es cumplir las normas que se nos dan desde fuera. Una convivencia sin normas es imposible o invivible. Una convivencia heterónoma, de gente que cumple con la ley, es lo que llamamos civilización ¿No será que la etapa superior de desarrollo de las personas y las comunidades está en una convivencia autónoma? Entonces la ley sale sobrando. Entonces la moral no sería minimalista: no infringir la ley. Sino que sería maximalista: excederse en contribución, en creación de valor, en práctica de la virtud.