Cuando éramos niños y temblaba, mirábamos hacia los volcanes en busca de columnas de humo. Luego aprendimos que muchos temblores se originan en movimientos de placas que, en las profundidades, forman la base del territorio que se estremece. El exabrupto jurídico y verbal de este noviembre, por parte de la Asamblea Legislativa, no tiene causas superficiales. Hay que buscarlas en las profundidades que forman la base del sistema que se estremece. Años sin rendición de cuentas. Años en que los partidos –como los vendedores callejeros de pejibayes- ponen dos visibles que halan el voto para sí y para los invisibles. Años de no poder reelegir a los buenos diputados. De no poder destituir a los malos. De un hiriente desdén por la eficacia.
El exabrupto no se soluciona pidiendo excusas. Ni con un recurso de inconstitucionalidad. Ni con la restitución del magistrado objeto de la intentona. El clamor de protesta que hemos sentido en estos días, quizá muestra la valoración popular de la independencia de poderes. Pero se nutre también de la percepción de que la Asamblea es un órgano desprestigiado. El clamor va en la dirección de corregir el exabrupto, pero también en la dirección de intervenir sobre el órgano enfermo antes de que produzca septicemia.
Ahora la energía detrás del malestar se ha canalizado en cartas y artículos de protesta, discursos y marchas. La indignación e interés en el tema han sido unánimes, como si-en lenguaje popular-el tema de la reelección del magistrado fuera la gota que desborda el vaso o la proverbial halada al rabo de la ternera. Son diferentes las facultades reales de un órgano cuandogoza de la simpatía popular que cuando el pueblo siente que le han quedado debiendo. Queda notificada la Asamblea de que tiene que andar con pies de plomo.
Esta reacción popular de apoyo a la institucionalidad debe ser precursora de una acción ordenada que perturbe el confort del cual disfrutan los profesionales de la politiquería.