Pregunto a los participantes en programas de manejo del tiempo cuántos años tienen. Siempre responden diciendo la edad: tengo cuarenta años. La idea es argumentarles que si su edad es cuarenta años, ya no tienen esos cuarenta años. Ya los utilizaron. Los que tienen son los que tienen por delante. ¿Cuántos serán? Nunca lo sabemos. Podrían ser muchos, algunos o quizá ninguno completo.
El buen uso del tiempo implica su medición. Ya sea que lo hagamos con un cronómetro, o con el ciclo de la glucosa que nos hace sentir que ya pasaron varias horas desde el desayuno. Medimos el tiempo para controlarlo, y en esto de su control, no hay nada mejor que la agenda. Sin una agenda, el tiempo se nos puede escapar como un tenue fluido.
Covey dice que la agenda debe estar regida por nuestros objetivos. No se trata de señalar en qué vamos a emplear el tiempo,sino de señalar ese empleo del tiempo en función de nuestros objetivos. Porque no queremos solo estar ocupados sino ocuparnos en aquello que nos acerque a lo que queremos lograr, a lo que queremos llegar a ser.
Nuestros objetivos se distribuyen en un espectro que va desde el hedonismo hasta la trascendencia. No queremos disciplinarnos hasta la flagelación, pero tampoco disiparnos en un pasarla bien más propio de las vacas que pacen en pastizales suculentos.
No me hago ilusiones. Por más que nuestro apetito de control nos haga aspirar a funcionar al extremo de la eficiencia, como un reloj suizo, somos un organismo, con unas circunstancias emocionales y con un conjunto de aspiraciones éticas y muy a menudo nos quedamos en el camino de nuestros anhelos. Nos faltan la energía, la perseverancia, o la vivacidad del ideal.
Miremos con comprensión lo que nos queda faltando. Cultivemos la valoración de la excelencia como ideal. Y empeñémonos golpe a golpe en el mejoramiento permanente. Cuando esto hacemos, estamos haciendo un buen uso del tiempo.