El valor de los conceptos

Nuestro conocimiento se alimenta de conceptos. Sin duda un mono percibe un árbol. Pero no tiene el concepto de que el árbol sirve para ser transformado en madera. El concepto de “árbol maderable” es solo humano. De ahí, el ser humano escala hacia arriba y tiene el concepto de utilidad del árbol. Y hace generalizaciones y entonces habla de utilidad de los recursos naturales, y posiblemente haga saltitos hacia la ética cuando habla de la responsabilidad por los recursos naturales.

Cuando nos estamos entrenando en un puesto, vamos captando conceptos genéricos -que se aplican a cualquier actividad-y conceptos específicos –que se aplican solo en esta actividadespecífica-. En cada actividad existe un lenguaje y un pensamiento genéricos. Y unos específicos.

Cuando participamos en un programa de educación formal recogemos conceptos. Algunos tienen relación con los intereses del estudiante. Otros no. A eso se llama relevancia. Aprender, en la empresa o en el programa educativo, es adquirir conceptos y ordenarlos de manera que se los pueda combinar de maneras inéditas. Esa combinación de conceptos de formas novedosas, es lo que llamamos creatividad. Con el concepto de patín y el concepto de silla, surgió en su momento la silla de oficina.

Podemos afirmar que no hay conceptos estériles, inútiles. Nuestra mente elabora, como telar maravilloso, haciendo uso de todos esos hilos, el tejido de nuestro conocimiento. Y nuestro conocimiento se parece más a un brocado –tela de seda entretejida con oro y plata- que a un tejido plano de trama y urdimbre.

La confusión con la que nos enfrentamos a aquello que ignoramos, se va ordenando según vamos adquiriendo los conceptos básicos del asunto. Al principio, siempre es el caos. De ahí que celosamente deberíamos llevar el inventario de los conceptos que adquirimos cada día.

Usando una analogía conocida, preguntarnos con desdén para qué sirve un concepto, equivaldría a preguntarnos para qué sirve un recién nacido, o una semilla de roble.


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