Explosiones indeseables

Covey propone, que en muchos eventos que nos causan malestar, parte del malestar nos lo causamos nosotros mismos. En una presa de tránsito, los minutos perdidos constituyen la causa del malestar. Pero si a eso sumamos el mal humor, la descortesía con otros conductores, el lenguaje grosero con los acompañantes y los golpes al volante, estamos ante una confirmación de la afirmación de Covey de que de todo el malestar, 10% tiene causas reales y 90% nos lo fabricamos nosotros.

Hay un efecto apalancamiento en todo esto. En el estadio o ante el televisor, el error que comete el jugador de su equipo, causa en algunos espectadores un aspaviento desproporcionado.El que hace unos minutos era una estrella, de pronto se convierte en un paria. La derrota del equipo –un evento negativo- produce mal humor generalizado, un poco de depresión y deseos de que nadie se nos acerque a comentar el partido.

¿Qué gana con enojarse? Se escucha decir a las madres de hijos irascibles. Y podríamos pensar que todos los que se enojan, y en general, todos los que amplifican el efecto de un evento adverso, saben muy bien que nada ganan con el aspaviento. Entonces ¿Por qué seguimos reaccionando explosivamente a esos eventos?

Seguramente, primero por hábito. El hábito –mal hábito en este caso- es un surco pre definido, por donde discurre el comportamiento, impulsado por algo semejante a la fuerza de gravedad.En segundo lugar, por refuerzo del medio. Hay jefes y padres explosivos cuyo comportamiento se ve reforzado por el temor o la cautela que generan, la cual podrían entender como respeto, sin reparar en que temor y respeto es una mezcla inestable e indeseable.

¿Cómo cambiar?Es largo el camino, pero sin duda empieza por darse cuenta de cuáles eventos y cuáles circunstancias disparan reacciones más notorias. Y cuál es la fantasía que se tiene sobre la utilidad de la explosión. Esa conciencia hará que el golpe de adrenalina del próximo evento, encuentre formas de expresión más civilizadas.


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