Una piedra en el zapato no la sentimos inmediatamente. Sentimos una molestia indefinida. Luego nos damos cuenta de lo que es. Lo mismo ocurre con un problema. Al principio es como algo que no encaja, como algo que nos perturba. Luego nos damos cuenta de que tenemos un problema.
Ante un problema, podemos asumir una actitud pasiva. Entonces se padece el problema. Sufrimos. Nos compadecemos. Se lo contamos a otros para que nos compadezcan. Esperamos a que desaparezca mágicamente. O podemos asumir una actitud proactiva. Entonces lo reconocemos. Reconocemos nuestro papel en su solución eventual. Reconocemos que podemos ser agentes y no solo pacientes.
La expresión “tener un problema” es una expresión pasiva. “Enfrentar un problema” ya es una expresión proactiva. Pero la expresión que más me gusta es la de “bregar con un problema”. El origen de la palabra “bregar” es “romper”. Los problemas que valen la pena no se derriten. Hay que romperlos. No son espejismos que se desvanecen. Son a veces realidades como rocas. Para esa lucha, hay que tenerse fe.
A los problemas hay que entrarles con actitud experimental: ver qué sirve, qué no. Así podemos ir aprendiendo del proceso. E ir apuntando los éxitos en un álbum de recuerdos positivos. Así construimos autoestima de la cual obtendremos energía para el próximo desafío. Porque en la pequeña victoria fantaseamos que el problema resuelto será el último. Vana ilusión. Siempre habrá otros. Y a veces, el mismo, reciclado. Hay un dicho en inglés que dice que los problemas que vale la pena resolver tienen una tendencia a resucitar.
La persona de acción no rehúye los problemas. Tampoco los busca. Pero cuando llegan les da la bienvenida. La madurez personal se nutre en parte de los problemas que hayamos enfrentado y de cómo los hayamos resuelto. Una persona “de recursos” es una que tiene un amplio repertorio actitudinal y táctico para bregar con problemas. Y ese arsenal solo se adquiere haciendo.