Una vela no lo es realmente en la bodega del pulpero. Lo es cuando va haciendo su tarea, cuando va cumpliendo su misión, su razón de ser, el para qué está en este mundo.
Para producir luz, la vela se consume. No puede conservarse y dar luz. Si se conserva, si no se da, si no se entrega, será vela apagada, esto es, no será lo que había de ser. Si adopta su posición en el combate contra la oscuridad, se irá gastando y un día dejará de ser, pero habrá sido. Es mejor dejar de ser a fuerza de haber sido, que seguir siendo lo que no vale la pena ser: bulto, materia, no sustancia de luz.
Un día ya no estaremos aquí. Entre tanto tenemos tiempo, energía, mociones internas, necesidades de otros que nos reclaman. Es la hora de servir, de dar, de entregarse. Unos piensan que tenemos una misión de lo Alto. Otros no lo creen así. Pero venga la misión de lo Alto o no, todos nos encontramos en unas circunstancias que nos ponen ante la opción de hacer o no hacer, dar el paso o quedarnos congelados, asumir el reto o inhibirnos cómodamente, obedecer nuestro sentido de lo bueno o no.
Estamos rodeados de personas que necesitan consejo, visión, cariño, consuelo, comprensión, enseñanza, ilusión, ideales. Podemos pasar de lejos. O podemos darles lo que nos parece que necesitan. Mil razones tenemos para pasar de lejos: dudar de la necesidad que percibimos, no estar capacitados, pensar que otra persona tiene más obligación o más talento para hacerlo.
La vela no sabe lo que va a iluminar cuando se enciende. Nosotros tampoco sabemos lo que nuestra palabra, nuestro gesto, nuestro afecto van a producir en la otra persona. Y como toda persona tiene un potencial desconocido, a lo mejor nuestra sonrisa, nuestro comentario, nuestra enseñanza iba a desatar eventos insospechados, de manera que nunca sabemos lo que está dejando de ocurrir cuando elegimos seguir el camino indiferentes. De una cierta forma, y respondiendo a la pregunta de Caín, somos guardianes de nuestros hermanos.