Cuando somos niños, somos como una página en blanco. No sabemos ni dónde estamos parados. Luego, a fuerza de ir viviendo, nos vamos ubicando, o más bien encerrando en un marco formado por nuestros conocimientos y por nuestras creencias. Una creencia es más arrasadora que un conocimiento. Nadie se ha peleado en una discusión sobre la velocidad de la luz. En cambio mucha sangre ha corrido sobre el tema de si estamos predestinados o tenemos que ganarnos la salvación.
Algunos conocimientos son irrelevantes. Si como Kant, solo andamos a pie y solo en los alrededoresde nuestra ciudad, da lo mismo que la tierra sea plana o redonda. Otros conocimientos están siempre cerca de nosotros, como la gravitación, la cual conviene recordar tanto cuando tenemos un vaso en la mano como cuando andamos en el techo arreglando las goteras.
Las creencias son como nuestra piel. Nos habituamos a ellas. Así que conviene de tiempo en tiempo mirarlas críticamente, porque determinan nuestra manera de comportarnos. La forma más segura de renacer, es cuestionar nuestras creencias y quedarnos con las que queramos, no con las que se nos fueron sedimentando a lo largo del camino.
Se puede creer que hay que vivir avariciosamente: acumular, no dar, no enseñar, no comunicar afectos. O se puede vivir como vemos a algunas personas que van por el mundo enseñando, dando, ayudando, sonriendo, apoyando. Se puede creer que hay que economizar energía y andar por el camino del menor esfuerzo. O ir como algunos, por caminos ásperos pero novedosos, largos pero pintorescos. Conviene más saber ir que saber llegar.
Se puede recorrer el camino no haciendo olas, o se puede cuestionar, confrontar, exigir. Hay pleitos que conviene comprarse. La tranquilidad es deseable pero no es un valor absoluto. Podemos tener los ojos puestos en la próxima jugadilla, como quienes ejercen el oficio de “vivos”, o tener unas metas sólidas, maduras, armónicas.
Nuestras creencias son el capullo que nos encierra. Adentro espera la mariposa.